miércoles, 15 de noviembre de 2023

Travestismo y pedagogía

 

Diario de estrógeno (semana 3) – Travestismo y pedagogía

 “Ontem de manhã quando acordei

Olhei a vida e me espantei

Eu tenho mais de 20 anos

E eu tenho mais de mil perguntas sem respostas

Estou ligada num futuro blue

Os meus pais nas minhas costas

As raízes na marquise

Eu tenho mais de 20 muros

Elis Regina, 20 anos blues.

 

Sección 1. Autodidactas por obligación: para una pedagogía tentativa sobre el re-ensamblaje corporal.

Hoy es un día muy extraño, necesito dejar un registro de ello. Por sobre todas las cosas, pienso en la idea de convivir en un espacio, apañando a un amigo travo que fuera echado del alquiler donde habitaba por una situación donde se incumplieron acuerdos que habían sido pactados en un primer momento; convivir acá, aunque sea temporariamente, en un monoambiente, es la idea que mi familia, que optó sistemáticamente por mi soledad, jamás comprenderá. Ahora, mientras mis amis duermen, y yo redondeo el trabajo de la facultad, pienso a su vez en que a las 9 de la mañana atendí a un cliente que venía, cuando yo aun vivía en Tolosa, a visitarme con frecuencia por mi servicio como puta, y en cómo cambiaron mi intuición y mi sensibilidad desde que me empecé a hormonarme a esta parte, aun tratándose de un periodo tan breve de tiempo que llevo realizando este tratamiento.

Pienso en las personas que vendrán; pienso en las personas que necesitarían esta información, y esta información no está disponible, porque aunque los endócrinos digan qué es lo que tenemos que tener o no en la sangre, la realidad de nuestra sangre les está vedada por el propio encanto de una experiencia intransferible, intensa y, en términos históricos, novedosa en tanto las facilidades que la técnica industrial moderna proporciona a la hora de alterar nuestros organismos. Aunque sabemos también que hay conocimientos ancestrales sobre fitohormonización (hormonización a través del uso de compuestos activos de las plantas que no es  sino el conocimiento expropiado por la modernidad del que se valió en gran medida la industria farmacéutica para existir).

Pienso en ellas: vendrán, preguntarán, accederán a las exquisitas mercancías proporcionadas por la farmacéutica, que nos diseñan los cientistas puestos al servicio de los empresarios de la farmacopea y que el maldito estado, como parte de una reparación histórica, recién ahora nos está habilitando y distribuyendo; todo este conocimiento también nos fue expropiado y lo vamos a reconstruir, la ciencia no comprende, la medicina no podrá penetrar jamás en el secreto. Pero tal secreto no existe. Solo queda existir: y sentir, de a poco, como comienza a sentirse la gravedad en el pecho, como los granos de la cara, que son parte de nuestra grasa corporal, empiezan a modificarse por el peso mismo de lo que antes era caliente y ahora se está enfriando, o de lo que antes tendía a subir y ahora se está yendo para  abajo.

Hace tres semanas que estoy aplicando sobre mi cuerpo dosis de estrógeno (estradiol en gel), combinadas con un medicamento, la espironolactona, empleado por personas que, como yo, portando gónadas productoras de espermatozoides, desean reafirmar características socialmente codificadas como femeninas en su cuerpo, medicamento empleado entonces como un bloqueador de testosterona.

En un principio, había pedido, por recomendación de una amiga, que me dieran ciprosterona. En el hospital me dieron un blíster de dicha medicación y, como no tenían más, dos blísteres del otro medicamento, la espironolactona, que tiene “mala fama” porque te hace mear constantemente. Noté en una semana el efecto concreto que este tipo de medicamentos tienen sobre el cuerpo, enfáticamente, la disminución de la libido, es decir, del deseo sexual en términos generales y en lo concreto, del funcionamiento de lo que sea que funcionaba en mi cuerpo y que me permitía tener erecciones (intuyo: ¿la producción de  semen?).

 Ese componente de mi “vida sexual” es hoy en día virtualmente inexistente; para re-obtenerlo (y para mi alivio en lo que hace a mi trabajo de prostituta) basta con dejar la medicación durante un día y en el plazo de unas horas es posible volver a tener una erección. (Me basta con saber con antelación cuando tengo, como hoy temprano por la mañana, un turno con un cliente, si debo o no tomar esa pastilla: incluso comencé a dosificar la misma, tomando mitad un día a la mañana y la otra mitad al otro día a la misma hora; hay que notar, sin embargo, que la prostitución es un tipo de trabajo  que muchas  veces no  permite ese tipo de planificación y que dificulta la posibilidad de atravesar una rutina cotidiana de forma ordenada). No necesito, de todas formas, tener una erección sí o sí para realizar ese trabajo, porque cada cliente busca o se interesa por cosas distintas en relación a mi corporalidad e identidad (las más de las veces, el punto reside en la fetichización, la investidura sexual que, por distintas razones sociohistóricas y culturales sobre las cuales no puedo ahondar acá se les atribuyen a las identidades trans y travesti).

La ciprosterona y la espironolactona cumplen, entonces, una misma función en las terapias de reemplazo hormonal (tratamiento cruzado, que le dicen) para personas “pene-portantes” o bien, con gónadas que por su propia cuenta se encargan de la producción de espermatozoides, asociadas biopolíticamente a la testosterona como eje somático de las masculinidades imaginadas socialmente; pero basta leer los prospectos respectivos para detectar inmediatamente que se trata de medicamentos claramente distintos, empleados en un contexto de origen, para el tratamiento de dolencias y afectaciones físicas que no guardan una relación directa, bajo ningún término, con la idea de terapias de reemplazo hormonal que tenemos nosotrxs como usuarixs trans y travestis. En este sentido, los prospectos son categóricos: aunque millares de travestis, transgénero y transexuales usaron, usamos y usarán estos medicamentos para sentirse aunque sea un poco más a gusto en el marco de este deteriorado mundo hipermoderno y en la estructura emocional y del goce de sus cuerpos propios, los manuales de uso que estas pastillas traen nos desconocen completamente. Pero no hay que creer que un médico sabe mucho  más. Este es el punto de la cuestión: con amigues travestis venimos problematizando, en talleres y  conversatorios sobre hormonización, que para les mediques somos estadísticas y el mismo experimento a través del cual van obteniendo información y datos sobre algo que jamás lograrán comprender, porque su visión no sólo de la ciencia, la medicina, la sociedad y la historia (si es que de casualidad tienen una visión sobre esta última), sino también de sus propias biografías, existencias y en muchos casos incluso de sus relaciones interpersonales y sus vínculos familiares, es una visión cisgénero, heterosexual, cuerdista-capacitista y absolutamente  excéntrica a la búsqueda que  nos motiva a  transformarnos, a mutar a través del arsenal que la farmacopea puso a nuestra disposición, porque nos quitó categóricamente cualquier otra posibilidad de escapar del categórico mandamiento social que las instituciones se encargan de reproducir: familia conyugal, escuela y bullyng, trabajo y castración sistemática del deseo vital y de cualquier atisbo de intensidad y creatividad en la vida como mandato compulsivo si lo que querés es un plato de comida al final del día y no tener que vivir errando o en la calle cuando ya no hay alternativas. Solo existe, en este plano, educarnos por nosotres mismes; de nosotres de cara a nosotres, en nuestro colectivo, sin que en esta conversación participen los ajenos, como bien señaló el militante travo Eugenio Talbor Wright en una antológica entrevista; y de nosotres hacia el interior de nuestros cuerpos y subjetividades, averiguando a través de la experiencia qué efecto lleva en nosotres estos comprimidos, geles e inyecciones, comprendiendo a través de la transformación que conlleva el hábito, el paso del tiempo y el confrontar, desde las modificaciones que vamos atravesando, distintas situaciones de vida y de conflicto, de amor (que nadie lea aquí “romanticismo” por favor) y de resistencia (pero hoy en día celebrar una fiesta y  participar de una marcha del orgullo en pleno centro de una gran ciudad occidental, no constituye, en mi opinión, mucha resistencia que digamos, ubicándonos en el mapa de una geografía política global donde somos CONTEMPORÁNEXS DE UN GENOCIDIO TELEVISADO TELETRANSMITIDO A CIELO ABIERTO).

Me gustaría precisar con información bien contextualizada por qué la ciprosterona y la espironolactona se sienten como medicamentos tan distintos en el cuerpo; quizás no es ahora el  momento indicado para profundizar en la cuestión. Dependiendo de lo que une busque, podría optar por una u otra pastilla – mi amiga la pasó muy mal, durante años, con la espironolactona y le   costó mucho llegar a obtener la cipro, porque antes no era tan fácil acceder a estos comprimidos por la vía del sistema estatal-público de salud; sin embargo, yo, que recién hace tres semanas me hormono, me encontré con que la ciprosterona es un medicamento destinado a bloquear totalmente la síntesis de testosterona en el  testículo, de forma tal que una semana después ya no lograba sentir placer de la forma en que durante veinticinco años me había acostumbrado, lo que significó un cambio sideral, tanto con sus potencias como con sus limitaciones, en relación a como habito mi cuerpo y mi deseo. El acetato de ciprosterona es un medicamento que se usa para tratar a pacientes con cáncer de próstata y a mujeres con “manifestaciones de androgenización” (como el hirsutismo). La espironolactona, en cambio, es un medicamento antagonista de otra hormona, la aldosterona, producida por las glándulas suprarrenales, y se usa generalmente en tratamientos para pacientes con problemas cardíacos favoreciendo la excreción de líquidos y la excreción de mayor cantidad de sodio en la orina.

Sección 2. Cuaderno de bitácora (extracto)

“…cuando comencé a experimentar con estos medicamentos no pude evitar que la ciencia y la técnica modernas – en este caso, de mano de esa rama de la bioquímica que el modo de producción capitalista usufructuó mercantil y laboralmente bajo el nombre de farmacéutica – ejerzan sobre mí la tentación fáustica: tener a mi alcance la posibilidad de alterar (jugando a ser ese dios-con-prótesis del que hablara Freud en su libro sobre el malestar en la cultura) no solo mi apariencia externa sino también, transformación de carácter alucinante o alucinatorio, mis estados de ánimo, mi propiocepción corporal; causando modificaciones drásticas en mi humor a lo largo de un día y desencadenando a la larga una experiencia radical de extrañamiento existencial y re-ensamblaje de un cuerpo que había sido desligado y percudido por la lógica alienante de la heterosexualidad compulsiva, que va de suyo en las familias y en la escolarización obligatoria como espacios de encierro destinados a la reproducción del mundo social moderno en clave cis-hetero-normada y binaria…”

Sección 3. Travestismo y pedagogía en el aula de un bachillerato popular.

El año pasado ingresé a dar clases en el área de sociales del bachillerato popular El Llamador, ubicado en el Galpón de  Tolosa, un establecimiento social y cultural que fue recuperado el año 2007  por militantes y trabajadores de distintos espacios y corrientes políticas.

El  año pasado, a su vez, fue la primera vez que  intenté realizar mis prácticas docentes en  el marco  del profesorado de  historia de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, el cual anhelo concluir prontamente pues deseo con vehemencia emplear mis años juveniles (pero los de esa juventud madura que, me imagino, se abre como una meseta de estabilidad y un poco más de experiencia traspasado el umbral de los 27 años) conociendo el territorio brasilero, haciendo circular el conocimiento pero no por las vías oficiales que comportan los  lineamientos curriculares del ministerio de educación de un estado provincial de esta violencia territorial denominada República Argentina. Aunque no logré hacerlo  el  año pasado, porque no me daba el porcentaje de  la carrera para realizarlas, ingresar el  espacio donde hoy concluyo, un año  más tarde, mis prácticas docentes, me ayudó a ampliar mis horizontes y perspectivas sociales, en materializar y percibir otra dimensión de lo privilegiada  que soy en el marco de esta Argentina del pleno siglo XXI, logró también que me encariñara un poco más con la docencia y sus pequeños encantos cotidianos, a poder socializar desde un lugar de contención y afecto, a conocer a mis vecines de Tolosa y del barrio nuevo de Ringuelet, y, sobre todas las cosas, a poder presentarme de forma orgullosa como feminidad travesti en  el aula, que era algo para mí antes impensado, a través del hábitus, de la vestimenta, del maquillaje, de la forma de afectarme. Antes de esto, lo único que podía imaginar para mis prácticas docentes antes de este año era la figura, que se menciona con frecuencia en el ámbito anglosajón de redes sociales como Twitter o Reddit, de boymoder (algo de esto había mencionado a una de las profesoras de la cátedra, de hecho, el año pasado), que es el equivalente a decir “una chica o feminidad trans que, por distintas razones relaciondas a la ansiedad social que genera la incongruencia entre su afirmación identitaria y la percepción social  de  la feminidad imaginada,  cuando su “transición hormonal”  aun se halla incompleta o no se ha hecho aun las  cirugías  que desearía para sentirse a gusto con su propia  imagen, para evitar situaciones de estrés y mayor exposición, se muestra como un chico, o bien usa ropa holgada, o no se viste o maquilla de forma que reafirme su posicionamiento en tanto que feminidad”. Sin embargo, hallo hoy en día una serie de incongruencias y problematizaciones pasibles a este concepto, que en mi opinión adolece de un error de perspectiva en tanto y en cuanto nos transporta a una cultura y a una sociedad diferentes a la nuestra (estadounidense, angloparlante) y que no creo que sea asimilable, como tantísimos otros debates, a nuestro contexto territorial sudamericano. A todo esto, me pregunto: si yo me hormono, como ahora, y aun así, visto con ropa holgada, ropa deportiva, buzos, joggings, etc., ¿qué cambiaría entonces? ¿cuánto podría percibir la gente de los aspectos  de mi cuerpo, que lentamente, presentan una interacción novedosa  con respecto a la  adición de estrógeno faciliado de forma externa, como el nuevo  Llegaría, a lo sumo, el punto  en donde  la hormonización, prolongada en el tiempo, generaría el crecimiento de pequeñas glándulas mamarias, las cuales se percibirían por debajo de la ropa. Y en ese contexto, reivindicaría, pero desde otro lugar, la idea anglo de boymoder, que por lo que he visto suele tener cierta connotación peyorativa, y desde una reapropiación de un  concepto antes injurioso, podría tatuarme semejante  término, y  cuando no, argentinizarlo, a la manera nuestra (algo que a val flores, cuyo texto sobre des-heterosexualizar la pedagogía repondré más adelante, quizás le resultara interesante) como “travesti chonga”, siguiendo también

Ahora, aunque concluyo las prácticas con una sensación extraña, de habérseme desdibujado las propuestas pedagógicas que había pensado conjunto a la cátedra, donde me hubiera interesado muchísimo no sólo abordar la  cuestión de la religión y del esclavismo en la llamada conquista de América, sino también problematizar la modernidad en un sentido más amplio y llegar a trabajar las estructuras de género y su relación con el  mestizaje y el racismo en un contexto de origen tan determinante (la sociedad colonial criolla) de nuestras sociedades sudamericanas (hiper)modernas; ahora, pues, aunque esa planificación no pudo darse por una  limitación del tiempo y una revisión de lo que era  posible abordar junto a mi pareja pedagógica, sí considero que fue provechoso el espacio de prácticas, sobre todas las cosas, gracias a la posibilidad de continuar profesionalizando mi práctica docente en este momento de transición tan acuciante y liberador, a la vez que contradictorio, en mi vida.

Así como fue difícil transitar este año, refuerzo mi pertenencia a este espacio en razón de que, como debatimos junto a mis compañeres una noche en una cena donde debatíamos cuestiones relacionadas a formación, se trata de una escuela que contiene a les excluides del sistema educativo no solo en referencia a estudiantes adultes con trayectorias educativas discontinuas, sino también a docentes que de alguna forma u otra no se ven plenamente interpelados, cuando no excluides (porque hubiera sido ese mi caso en un contexto social mínimamente más retrógrado u oscurantista que el nuestro, como el que se vive en ciudades o localidades de menor  cantidad de habitantes que La Plata, o la conurbación del Gran Buenos Aires) por el proyecto educativo de la escuela normal. Este es el sentido en

Esto me da pie a establecer algunas puntas de contacto con la bibliografía sugerida por la cátedra, en especial, el texto de val flores, que va en línea con lo escrito anteriormente en estos ensayos y diarios de mi transición, sobre des-heterosexualizar la pedagogía, y las dificultades que ella, en su posicionamiento como lesbiana visible en la escuela y que, lamentablemente, refuerzan mi temor antiguo por no poder hallarme cómoda dando clases, siendo visiblemente travestis en entornos normalizadores donde la vigilancia de las familias (que se observa en los epígrafes de actas en los que fue  involucrada la docente) genera aquellos dilemas sobre

 

 

miércoles, 1 de noviembre de 2023

Celebración

Los siguientes párrafos no son más que un breve relato de pura ficción que escribí algún cinco de enero. En homenaje a Ensenada, el noreste de mi alma. 

No había nada especial en aquella casa. Pero detrás se escuchaban los ruidos de una fiesta. ¿Qué año era? El sol ya no era más una ridícula pantalla de luz, como a las ocho de la mañana; era, en cambio, una realidad punzante que desde el cenit involucraba, sobre el cemento y la tierra de aquel patio, ardores insufribles para los humanos. ¿Y qué estaban bailando? Sin lugar a las dudas, era verano; principios de enero, tal vez. ¿Pero de qué año? ¿Quién me puede decir, por favor, qué año de la humanidad era? 



M. bailaba junto a J. y O. en un espacio limitado por unas plantas de clima húmedo que bebían de la cercanía del río como yo, en su momento, bebí mezclas de vino y gaseosa para fortalecerme y así poder seguir ventilando mis extremidades aun a pesar del calor. La música no las aturdía. El sonido intermitente por las pausas propias de una conversación, o roto en el caos del sueño en una siesta por los chillidos en el jardín o el patio de un vecino (la diferencia entre un jardín y un patio, en mi opinión, es que este conoce del cemento y aquel sólo conoce del pasto y de la tierra) el silencio a las plantas les podía mejorar la circulación de la savia, o quién sabe, el enervamiento de los frutos, la habilidad misma de aclimatárseles el sabor. Pero la música: ¡Qué espectáculo! ¡Qué sensación! Eso sí era un jolgorio. Pero ya no sé cómo se escribe esa palabra. M. bailaba junto a J. y O. en un patio de cemento y mugre de polvo y colillas de cigarrillo: cuando el sol ya enviaba sus manifestación de odio, a eso de las dos o las tres de la tarde, era hora de baldear el piso marchito con el agua de la pileta o, mejor, de entrar los parlantes a la casa y seguir bailando dentro. ¡Qué ocasión maravillosa!  Asombro, fortuito deambular, asiento de haces de sonido proyectado en ritmo de cuerpos incapaces de frenar, incapaces de detener su marcha llena de brincos. Espasmos de los cuerpos. Contorneos pélvicos y señas faciales del placer.

El vino estaba refrescándose en el hielo. Junto a la gaseosa de origen cordobés. No escribo la marca (para eso que me paguen). El vino era caliente, era sangre, un aluvión de sabor merecido. El vino era: ¿Qué más decir del vino? Sin embargo, el vino. Refrescándose estaba junto a la gaseosa de origen cordobés. Era la hora de los juegos, la hora de la siesta. Era la hora de seguir bebiendo. ¡Sana costumbre, hasta el momento de despertar, echarse sangre al cuerpo! ¡Perder la esperanza, destruir el ámbito inocente donde los sabores fuertes generaban rechazo! Y entregarse a la desmesura. (América del Sur, el río, la sangre). Porque ahora: ¿Quién le va a decir que no a tu nombre? Ahora, ¿Quién le va a tener miedo a la expresión de tu sombra? Ahora, ¿Qué calle de extrema lejanía periurbana no arremeterás con tus zapatillas flojas? 

Una decisión saludable. Hay que bailar aunque el cuerpo pida reposo. Destruir las noches en camillas y bajo alfombras es demasiado adocenado. Tener veintitrés años, ¡Y el tiempo se detiene! ¡La música se vuelve tu cuerpo! ¡La jarra de vino sigue girando! A la hora de la siesta...¿Pero que año era, por favor, qué año? Todo se me desordena, pero cuando encontré la alegría supe que la infelicidad sería más grande. Pero al otro día, sí, al otro día: por el contorno de su ausencia. Era la llama de haber sido alegre, bailando música absurda, imposible de comprender en sosegado reposo de cuerpo madrugado, lo que abría la compuerta del espanto existencial, de la nada que existe dentro de unas cortinas donde no se respira sino un olor a madera y polvo, a ropa comida por los meses del encierro y a jazmín condensado! Era la falta de rumbo, era la tormenta del alma; la falta de objetivos, la falta de horarios, la falta de aire libre tal vez; las ausencias multiplicadas por el maniobreo urbano, la ausencia de tantos rostros que no es que te dieron la espalda, no: te dieron la nuca. Y nunca más les volviste a ver un ojo.

Dentro de aquella casa, una tarde de enero; ¿sería el primero de enero, un quemar el año abandonado en la recova de la memoria?  M. bailaba junto a J. y O. Había, al lado de una pared, sobre unas sillas, personas cansadísimas que, con las piernas puestas en remojo, seguían bailando con el cuello, el torso y los brazos. Las horas precedentes habían sido una afirmación vital del goce. Su pasión manifiesta era seguir bailando. Solo mover el cuerpo es bailar también. Un chongo en cuero, con las dos tetillas de su cuerpo plenipotenciario del deseo perforadas (además, ¡qué cuerpo enorme! ¡proporcionalmente enorme y placentero de admirar!) y el pelo prolijamente rapado en las comisuras por las que el fondo de la cabeza se convierte en cuello y el cuello en espalda, bailaba, bailaba agitando el culo y dando saltitos. acompasando el pulso ancestral de la merca (que había tomado a través de la lengua agria) y el vodka. O., que seguía bailando sin parar desde las tres de la madrugada (iban ya doce horas de ininterrumpida música) le decía a M.: "vos te bailaste todo amiga". Y sí, era verdad, aunque preciso es reconocer que O. también.  

Consigna de la facultad: "la maquinaria escolar"



Se pidió que describa rasgos del dispositivo escolar que atravesé durante mis años de escuela primaria y secundaria para realizar una comparación de sus elementos con los descritos por Varela y Álvarez Uría como propios de la maquinaria escolar moderna.

 Asistí durante mi formación primaria y secundaria a un pequeño instituto de formación católica y subvencionado por el Estado en Manuel B. Gonnet. Se nos hacía formar en filas, agrupados por género y edad y en orden de menor a mayor según nuestra estatura, antes y después de empezar las clases. Entonces se seleccionaba a un alumno y a una alumna para que se izara la bandera, momento en que había que guardar silencio. A la entrada, el director del colegio se paraba en frente de la formación y hacía comentarios según la ocasión (por ejemplo, referencias al santo patrono del día, o sobre la guerra en Siria). A la entrada y a la salida rezábamos. Como yo acompañara el rezo, cuando muchos no lo hacían, recuerdo la impresión que me produjo la vez que un compañero me dijo que era ARRIC: ateo recibiendo instrucción cristiana.

Se nos mandaba al aula correspondiente a cada curso. La escuela era nada más que un pasillo largo, con las aulas a un costado. En el medio había un gabinete con paredes de cristal que permitía visualizar el pasillo de punta a punta y que constituía la preceptoría: un profesor lo usaba a modo de ejemplo para explicar la noción de panóptico. Además, las aulas tenían ventanas que daban al pasillo y cada vez que pasaba algún funcionario del colegio podía ver lo que ocurría dentro de cada una.

Esto está en clara relación con las ideas de Varela y Álvarez Uría en la medida en que la escuela funcionó, en el contexto de mi vida, como un medio de disciplinamiento (los autores describen al dispositivo escolar como un “espacio de domesticación”) y actuó como garante de que yo me convierta en una persona limpia, ordenada y diligente, entre otros atributos, porque son estos requisitos indispensables para sobrevivir en una sociedad capitalista en donde las formas de trabajo predominantes y también las más respetadas son asalariadas y en relación de dependencia. La formación en filas, la repetición de actos simbólicos, la corrección de la postura (que no nos apoyásemos en las ventanas o en las paredes cuando formábamos, por ejemplo), la utilización de bancos individuales a modo de pupitres, el requerimiento de un uniforme, la demanda de llevar al día una carpeta (actividad que yo nunca pude lograr, teniendo siempre un caos de hojas sueltas en la mochila) y de completar exámenes, fueron todas estas modalidades preferentes de una forma de socialización y de instrucción, descrita por los autores como una invención de la burguesía para “civilizar” a los hijos de los trabajadores, de la que al día de hoy aun me resiento y que limitó y contuvo mi potencial humano. Fue durante los años de mi formación secundaria que supe que quería estudiar historia: fue el dispositivo moderno escolar el que introdujo en mi cabeza la idea de que debía seguir una carrera profesional universitaria intentando conciliar mis “intereses” con una “salida laboral”, habiendo enorme cantidad de posibilidades diferentes respecto a lo que yo podía hacer con mi cuerpo y mi mente una vez terminada la secundaria. Y, si al día de hoy continúo esta carrera, se debe a que invertí en ella ya cinco años de vida y me queda poco por finalizarla, debiendo admitir penosamente que al adquirir un mayor conocimiento (a través de la experiencia y del estudio) de cómo funcionan las instituciones educativas y el rol disciplinario que cumplen en la reproducción de las relaciones sociales existentes (de lo que Varela y Álvarez Uría dan cuenta, precisamente, en el capítulo trabajado) ya no me siento acorde a ejercer el rol de funcionario estatal como un docente y me siento llamado a la búsqueda de una vida más autónoma y más intensa. Sí: acaso deba ejercer la docencia en algún momento para sobrevivir bajo las condiciones impuestas por la obligatoriedad del trabajo asalariado en un contexto donde los flujos del capital se han desbocado y la formación social capitalista avanza, por la fuerza ciega de las dinámicas que ha desatado, hacia su autodestrucción; y sí, planeo hacerlo de forma profesional y con las herramientas pedagógicas que la formación terciaria me otorgue. Pero tendré que ejercer la docencia de la misma forma en que tendré que realizar mil actividades diferentes para poder sobrevivir en esta era: hacer masajes, reciclar tarros de pintura para plantar ajo y pimientos en un balcón, tocar música en las calles a cambio de la propina de quienes la ofrezcan, dar clases auxiliares, etc. Es por estas razones que, frente a los mecanismos de disciplinamiento que la sociedad capitalista ejerció en la búsqueda de la sujeción de mi cuerpo y de mi mente (a través de sus medios de socialización preferentes, la familia conyugal y las instituciones educativas y, entre ellas incluyo a la academia y la formación universitaria que actualmente curso, aun teniendo conciencia de cómo ellas operan) es por estas razones, digo, que frente a dichos mecanismos disciplinarios me reivindico como un inadaptado, un fugitivo, un goliardo.  

(el texto anterior, escrito en 2020 como consigna para una cátedra del tramo pedagógico del profesorado en historiade la FaHCE, UNLP, me resulta de interés por ser el germen de una contradicción existencial con respecto a la profesión que en algún momento me interesó ejercer laboralmente, contradicción que he solucionado parcialmente, al día de la fecha, dando lugar a la docencia pero en un bachillerato popular, asociado a un movimiento piquetero; la relación con la estatalidad es ambigua, otorgamos títulos de secundario oficiales, a pesar de eso, la forma en que nos organizamos es excéntrica al sistema de educación estatal y a las directivas del ministerio de educación de la provincia de buenos aires. la educación  para  adultes, que eligen por cuenta propia finalizar sus estudios, me resulta más motivadora que la educación para adolescentes compulsivamente  obligades al encierro en instituciones contemporáneas a las cárceles, hospitales etc,, como señala el texto, de clara inspiración foucaltiana, reseñado en la redacción de esa consigna, escrito por Julia Alvarez y Fernando Alvarez-Uria: "la maquinaria escolar", capítulo del libro  Arqueología en la escuela).

viernes, 27 de octubre de 2023

Transformación colectiva y transición individual

 Viernes 27 de octubre de 2023

Diarios de estrógeno (día 2)

No hay conocimiento nuevo sobre la existencia que pueda evadir la condicionalidad, por así decirlo “material”, de tener un cuerpo de animal que es nuestro soporte fisiológico, nuestra carcasa desde donde el cortex cerebral emite respuestas y recibe señales, interpretando con sus receptores la realidad que percibimos, dotándola de sentido, construyendo cada día interpretaciones nuevas.




Yo había dejado de escribir. Escribir es una forma de elaborar conocimientos nuevos sobre la existencia. Parte de la capacidad de síntesis que posee la mente: traduce esas interpretaciones recibidas por los neuroreceptores y todo lo que nos envuelve por medio de la presencia de un órgano cuyo funcionamiento es demasiado complejo como para ser comprendido por ese mismo intelecto que en él se sustenta; yo había dejado de escribir y sin embargo, cuando  me propuse llevar adelante un registro de mi transición había entablado con la escritura un pacto, y decidí divulgar algo de ese conocimiento. Pronto, transicionar (primero por medio de la autoafirmación constante y diaria, previamente a tomar cualquier tipo de decisión en lo tocante a las hormonas, de mi identidad, es decir, mi  identidad como femenidad travesti (pero cuántas veces dudé yo mi  misma de mi propia identidad), asumida de “forma novedosa” a partir de ese extraño 2020 en donde varios vórtices se abrieron simultáneamente con la pandemia y la profundización de una crisis global; luego, a partir de técnicas de disciplinamiento corporal tendientes a lo que la sociedad nos encaja como feminización, a saber, la depilación definitiva) sirvió para dar lugar a una interesante reflexión, un proceso escriturario que pueden encontrar en entradas anteriores de este curioso e introspectivo blog. Luego, cosas más atroces ocuparon mi mente: la rotura de mi rodilla, la continuidad de mis estudios, el retorno a la vida social sin que nadie problematizara a conciencia lo que el reseteo cultural al que nos sometieron las decisiones tomadas por el gobierno en el marco de la pandemia que arribó a América del  Sur en marzo del 2020- decisiones acertadas o no, quién podría aseverarlo, yo creo que fueron medidas tomadas a tiempo y con cierto nivel de criterio, aunque claramente puedo decir eso porque tengo una estructura, o mejor dicho, reposo sobre ciertos privilegios, que me permitieron pasar sin mayores angustias ese trance siniestro del 2020 y del 2021. Pero, a la vez que empezaba a expresarme bajo el signo de mi nueva identidad, como Lihué, empecé a sentirme bien. Y habiendo sido, en la historia triste de mi vida a partir de los 16 y más aun después de los 17 años, la escritura, un medio para canalizar y ahondar en la tristeza, sentirme bien era extraño para mí, y sentirme bien comulgaba ampliamente con la noción de que debía abandonar transitoriamente la escritura, que mi yo realmente no necesitaba ya de esa herramienta. Y que eso era un buen síntoma, porque si yo había escrito en situaciones de salud mental aberrantes, donde no podía sostener mi ansiedad y lloraba a los gritos en ocasiones sin poder comprender el origen de tanto malestar, no sentir a partir de entonces la necesidad de redondear la depresión con pensamientos pasados por escrito en donde relatara lo mal que me hace el mero hecho de existir, lo espantoso del presente histórico que me cupo en suerte y, banalmente, mi desesperación, mi agobio por la ignorancia del resto de la gente y mis ganas de morir (ya que no sería posible matarme, por tenerle tantísimo miedo al vertedero de dolor que eso significaría).



Hubo, en ese trance, que dura ya mucho tiempo, una significativa insensibilización: haber dejado de escribir hizo que yo me anquilosara en un pensamiento acomodaticio, según el cual mi transición siempre estaba puesta en tela de juicio. Sentir vergüenza por no ser lo suficientemente travesti, por tener mi corporalidad de “varón” (sea lo que socialmente creas que signifique esa palabra tan poderosamente investida de mandatos absurdos) aun casi intacta y los privilegios de salir a la calle bajo el amparo de la misma. Dejó, por momentos, de  importarme como me vestía, dejo de ser importante mi manera de caminar: simplemente salía a la calle. De a poco, empecé a maquillarme más (debería ser exacta: aprendí, a los tropezones, a maquillarme). Y durante todo el año pasado compré muchísima indumentaria de esa que calificamos “femenina”: sobre todo, polleras, de distintos colores, formas y tamaños. El pelo, largo, por su  parte, siempre avaló en mi autoafirrmación identitaria en el eje de lo que la sociedad contemporánea estipula que es “una feminidad”. Tuve que reforzar el carácter “no binario”, “fluido” de mi identidad de género, recordando siempre que la identidad travesti es históricamente hablando una identidad que fractura todas las restricciones del binarismo de género, pero al toque comprendí que pensar mi identidad en términos estáticos y cerrados no llevaría a ningún acuerdo político interesante entre mi posicionamiento real, concreto, y la percepción que la sociedad tuviera realmente de mí. Como dijo en sus historias Instagram una persona que conozco “no se trata de cuánto incluís la palabra travesti o trans en tu discurso” sino más bien de que forma te agencias para reforzar cadenas de solidaridad que puedan favorecer a las personas históricas, marginadas, inasimilables, discas o en situación de calle dentro de este colectivo informe y surcado por profundas fronteras sociales. La inseguridad con respecto a mí misma forma parte del saldo negativo de la última época; sin embargo, en algún punto pensé que las marchas y contramarchas con respecto a mi proceso identitario (recuerdo que siempre preferí expresarme en estos términos para no caer en las trampas de pensar la identidad como algo estático y cerrado que comentaba antes) podría llegar a ser frecuentes en momentos de caos y anomia como el que estamos atravesando, dolorosamente, en términos generacionales, todes quienes nacimos en algún momento de la década del 90 y a principios de la del 2000. Estamos llegando a la mayoría de edad en un momento histórico tan conflictuado y perverso que los gestores de la política tradicional y los agentes más poderosos del mercado, como por ejemplo aquellos que influyen en la devaluación de la moneda corriente de nuestro país y en la gentrificación de sus ciudades por medio de la usura inmobiliaria y las  prácticas de discriminación y expulsión aparejadas al negocio de los inmuebles registrados, se han encargado de hacernos creer que no existe futuro posible. Y es que en estos términos, el futuro ya ha sido erradicado, por la crisis medioambiental eclosionada, por la fragmentación y la marginalidad, por la pobreza que pronto pasará a dejar huellas estructurales en el desarrollo venidero de los próximos 40 años de esta violencia territorial conocida como la República Argentina, en donde se decidirá por fin si todes nosotres nos embarcaremos de lleno en la locura discapacitante social o si realmente habrá una posibilidad distinta de construir algo mancomunado y genuinamente transformador. El futuro posible, el futuro que anhelamos, el único futuro que nos  parece digno habitar, ese donde no retrocedemos, ese donde no nos van a volver a erradicar por el medio brutal de la violencia y los abusos corporales y psíquicos a los que siguen sometiendo a la gran mayoría de las infancias; un futuro así, diría yo, nos exige como prioridad pensar la transformación, el cambio, como problemática filosófica. Tanto en el plano colectivo como en  lo que hace a lo más estrictamente político de la vida individual de cada miembro de esta especie condenada, ya sabemos, la raza humana, el único animal que, como señalaba Octavio Paz, oculta sus genitales y se esconde para coger. En el plano más íntimo e individual de esta problemática filosófica que nos insta a preguntarnos por la necesidad del cambio frente a la inminencia de la muerte, o bien ya de forma directa frente a una coyuntura emergente donde todo lo que existe pende de un hilo y nuestra supervivencia se resume a la siguiente urgencia: O CAMBIAMOS O MORIMOS, aparece en mí nuevamente esta necesidad sea existencial o ya meramente emocional y corporal de introducir en mi cuerpo estradiol en gel y ciprosterona, un medicamento usado como bloqueador de testo. Ante la transformación en grandes términos, el cambio social, la experiencia generacional de enfrentarse al mundo deteriorado del trabajo y el disciplinamiento en un contexto donde el único mundo posible está siendo devastado por la masacre del capitalismo del siglo XXI, invito encarecidamente a surcarnos introspectivamente, y gozando nuevamente del placer antiguo, el placer por la lectura y la escritura, para (re)imaginar qué futuro es ese futuro posible, futuro de mi vida, de mi extraña y fecunda vida, aunque ensombrecida por la depresión y por años de socialización masculina que pesan sobre mí como una cadena de saberes oxidados que me ata mediante mecanismos psíquicos más sutiles e invisibles, y futuro en fin de mi cuerpo como única plataforma somática sobre la que, como empecé escribiendo en esta entrada, es posible construir conocimientos nuevos; pienso así en las herramientas antiguas para ingresar y apoderarme con viveza en este entorno de lo nuevo, de lo que ahora comienza y que es, en suma, la experiencia individual de atravesar el cambio colectivo; frente a la transformación social de la estructura, si es que esa transformación siquiera es posible, algo que me cuestiono todos los días y ante lo que concluyo que sí lo es pero de forma paulatina e imprevisible, propongo la importancia fundamental de la transformación molecular del cuerpo y la existencia propia, la transición, que inaugura ahora sí su nueva etapa, apoyada por la ciencia médica y por los avances en la técnica, la hormonización, la introducción de sendas dosis en mi cuerpo de estrógeno, que me permitirán pensar y sentir desde una plataforma somática diferente a la que hasta el día de hoy he conocido.



Y no creo que sea prudente, por hoy, dar más detalles al respecto: con todo lo dicho es suficiente. Mañana lo revisaré y lo usaré para proseguir el registro que empecé hace años ya en mi blog, que se convirtió en un diario bitácora de mi transición, la máquina onírica, la máquina que como la red de los sueños nos invita a una experiencia mental alucinante, cuyo riesgo es arrojarnos a la locura de no comprender la inmensidad, la inmensidad que corre por detrás de nuestros símbolos, de nuestras fobias culturales, de nuestro continuo aprendizaje en el mundo cooptado por los signos y por la adoración de la ciencia como única fuente válida del saber y, por supuesto, la marca de la bestia, la corrupción ejercida en los seres humanos por medio de la invención y cada vez mayor fetichización de la mercancía y en especial, de esa forma compleja de mercancía llamada el dinero, que hoy casi que gobierna la totalidad de nuestras existencias y está al borde de arrojarnos al abismo de la catástrofe medioambiental. De todo esto yo también soy culpable. Quizás no pueda salir nunca de todas estas trampas mientras mi existencia no transvase los límites corporales de un ser humano. Espero ansiosa mi muerte para traspasar, con la conciencia difuminada en la totalidad del universo existente, y de todos los universos que puedan llegar a existir más allá de mi comprensión e imaginación, los límites de mi cuerpo, las lógicas ranuras con que mi mente, manifestación del eje somático que se sostiene en mi médula espinal, me mantiene amarrada a esta existencia de glucosa, vísceras, dientes, pelos y uñas.




lunes, 1 de agosto de 2022

 “Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que fuiste”. (Alejandra Pizarnik).

 La siguiente reflexión data del 26 de noviembre de 2020.

 

Yo, dos años más tarde, siendo linda en el apocalipsis 2022.

Me convertí en la persona que de chiquita menos quería ser. Era imposible no llegar a esto, después de todo. Soy el fruto coherente de mis represiones. Mi vida no fue demasiado alegre, he de decir, pero eso tiene que ver con el hecho de que para vivir alegremente una se tiene que desapegar de moldes culturales normativos y estrechos, como los que me proporcionaron a mí en mi tristeza de familia profesional pequeño burguesa (que en realidad era una unión conyugal conformada por dos trabajadores docentes que creían ser mucho más de lo que eran por vivir de una determinada manera, razón por la cual ya en mi propio nacimiento estaban configuradas las raíces de mi posterior neurosis), con la casa de dos pisos, el patio con fresnos, quincho y pileta, los gatos, las pelis berretas de disney en video cassette, la educación católica en un colegio privado de un barrio que, para que vamos a negarlo, es un barrio en el que vive mucha gente careta. Como les xadres de mis compañerites del colegio, a quienes recuerdo como la refracción grotesca de la cultura de lo que ahora comprendo en términos sociológicos como “sectores de ingresos medios”. Gente desapasionada, gente moldeada por la rutina y por las aspiraciones y los miedos culturales (¿qué clase de miedo los lleva a hablar, sino, de “los negros de mierda” con respecto a quienes,  mediante una demostración estética efectuada en el consumo, se quieren diferenciar?), que estiman el hogar como estructura incuestionable y son parte fundamental en la reproducción social de la mierda. Como yo me crié entre gente así, y me dieron las consabidas clases de catequesis que enseñan que coger por la cola es un pecado, que es mandatorio sentir mucha, mucha culpa para llegar a arañar el cielo, que el status quo debe ser preservado a como dé lugar, que los animales no tienen alma, yo tuve que llegar a ser esto que soy ahora a través de una adolescencia retardada, que me pegó en la gran neurosis de mis diecinueve y veinte años, cuando me enamoré de una persona con la que ni siquiera tuve la coherencia necesaria como para no perder su estima en menos de seis meses, siendo yo por aquel entonces una loca hipócrita y mendaz (no pude acompañar a mi pareja cuando más desasosiego existencial estaba atravesando, yo sólo quería vínculos fáciles, nada de problemas ni mucho menos escuchar llanto, pero entonces, ¿para qué jurar amor? ¿Para qué decir te amo? Por suerte ya no creo en esos delirios con que también nos empantanan la cabeza), temerosa del porro porque me hacía “malviajar”, y, por supuesto, re mil reprimida. Como tuve que chocarme contra la pared de mis limitaciones para ver que yo estaba repleta de un vacío enorme al cual, para colmo, cubría con las proyecciones idealizadas de mí misma que existían en la nube de pedos de mi cabeza aislada de todo contexto y realidad social; como encima seguía aún pensándome como un “varón cisexual”, una persona abombada por representaciones sobre lo que debía ser para cumplir con las expectativas de un mandato masculino y no podía dejar de cifrarme en torno a esos conceptos hueros, llenos de vanidad humana; como yo, para seguir agregando datos sobre la lista de disparates que cubrían mi autopercepción de los veinte años, que fue el año de mi gran neurosis, neurosis que curé a fuerza de litros de vino toro (bebidos en lugares y situaciones que forman parte de mi breve huida de tres meses del mundo de la cultura pequeño burguesa que había alimentado mis expectativas de futuro y mi mísera y egoísta construcción identitaria como putito bien criado en Villa Castells, como por ejemplo, la placita de Cosquín desde las diez hasta las doce de la mañana, desayunando el vinito con gaseosa y unas facturas que habíamos reciclado, o en Villa María, a la tarde y hasta quedar totalmente frita e incapacitada para hacer cualquier cosa que no fuera dormir tirada al lado del río) y de sacarme fardos y fardos de una mochila que al final estaba repleta de cosas que no me constituían realmente, pero con las que creía que tenía que cargar.

Ahora que miro el cielo y veo pasar a la gente por la calle, ahora que sé y me descubro como una persona averiada en todos sus rincones, ahora que por fin puedo decir cuál es la verdad detrás de lo que piensa y oye: por fin, por fin soy libre, supongo, y esa libertad me hace sentir que soy demasiado joven, pero que de todas formas la juventud ya se me fue, que no tengo direcciones, que no puedo hacerme cargo de mis cosas, que prefiriría, siempre prefiriría estar muerta. Pero, a diferencia de un amigo que tomo esa decisión (exterminarse) yo no podría hacerlo. Porque le tengo miedo a la posibilidad misma de hacerlo mal, de sentir dolor, de pasar el resto de mis días, si por ejemplo sobrevivo de una caída, cuadripléjica. Sabemos que la muerte no es la solución a los problemas, pero pensamos que lo es porque caímos en la desesperación. ¿No se arrepienten los suicidas de matarse al último segundo? ¿No se quiebran primero que nada las muñecas, porque es un acto reflejo el estirar los brazos e intentar amortiguar el golpe? Tengo la oportunidad de estar en esta tierra, y eso me genera fervor. Tengo la oportunidad de estar viva, aunque envejecer me parezca una perspectiva desoladora. Estar acá me parece demasiado misterioso: soy, después de todo, un conjunto orgánico de moléculas que, en el desarrollo de sus propias funciones, adquirió conciencia de sí y adquirió conciencia de su propia conciencia. Así, de pronto, esta característica que debería servirme para crear alternativas y solucionar mis asuntos es, por el contrario, un arma con la que me apuñalo mis propias entrañas mentales. En vez de construirme un porvenir de libertad, me construyo celdas desde donde habitar una soledad cada vez más deplorable. Los grados de mediatización cultural de mi persona (las redes digitales) me hicieron un daño en la medida en que me considero una desquiciada, y realmente no me interesa mostrar mi vida ni sé precisamente cómo hacerlo. Me interesa, eso sí, como hago en este espacio, narrarla, hacer de ella un marco conceptual desde donde entender el universo, aunque sea en la pobre medida de mis aspiraciones de docente secundaria, de persona que se dedica a tocar la quena en los semáforos, de cocinera de cremonas veganas. Mi estilo de vida refleja, por lo tanto, un grado de privilegios (después de todo, tuve las oportunidades que tuve porque mi familia, contra la cual me quejo, y esto es también una contradicción indeleble en mí, me apoya, me brinda herramientas y una base material económica con la que muy poca gente cuenta) y, a la vez, una grado de desinterés por los caminos oficiales que me permitirían acceder a los correctos y formalísimos trabajos de oficina o de funcionaria pública con sueldos pasables, con prioridad por obtener la jubilación y así poder pasar el resto de mis días lamentando no haberme animado a ser lo que realmente quería.

Registro ya imperecedero de tiempos de vorágine y consumismo estupefaciente.

Sé, entonces, cuál es el camino correcto, el camino que me lleva al cumplimiento de mis anhelos más ocultos. Sé que no soy un hombre y mi estilo de vida es contestario frente a ellos porque, cuando sé quiénes son mis amigos, cojemos y tomamos vino y, el resto del tiempo, me cago de la risa, me cago de la risa de “los hombres que se creen hombres” (la expresión es de Claudia Rodríguez). Mientras más tiempo paso viva más me vuelvo un margen, un ente al que la mirada heterosexual no puede codificar. Y me entrego, porque supe del dolor, al disfrute de los deleites más arcanos, dionisiacos, orgiásticos; aquellos, precisamente, que los adultos serios, embobados de propagandas gubernamentales y que nada saben del mundo porque nunca viajaron, nunca van a conocer porque tienen un miedo real y profundo a la muerte y yo, yo ese miedo ya lo visualicé de frente, ya me lo apropié, lo hice mío al morir mi yo del pasado. Anatta, en pali, o anatman, en sánscrito, es un término que conjura una idea pavorosa: la insustancialidad del ser, de la que también hablé, en su momento, con mi psicoanalista. No hay una coherencia del alma: el ser no se representa como una línea del tiempo que va a de a hacia b y en el camino nunca dejó de ser la misma cosa. Entre a y b (digamos, entre mis dieciocho años y el día de hoy, que ya cumplí los veintitrés) hubo, día a día, una fragmentación, un crecimiento, una desustancialización de mi alma, que, a pesar de querer preservar sus rasgos más conservadores (la comodidad de vivir bajo el ala del amparo paterno y materno, aunque las líneas de ruptura en este aspecto son cada vez más acentuadas), vivió en un estado de perpetua transformación. Y así, llego a decir de mí, en este día, que me perforé el labio y que disfruto del dolor de que me hagan la cola con violencia, que estoy fracturada y que soy una inconclusa sombra siniestra, que sólo reconoce una única realidad de cara a su futuro: que se va a morir. Y, muchísimo peor: que camino a la muerte, su cuerpo se irá cayendo a pedacitos, perderá elasticidad, se volverá feo, desarrollará enfermedades. Y peor que todo lo demás: llegará un punto en el que serás tan vieja que nadie te va a querer coger a menos que le pagues. ¿Ven? En eso consiste pensar en la muerte. Porque, como pensaba a los quince años, y en contradicción con la idea unamuniana del sentido trágico de la vida, no es la muerte lo que tememos, sino el morir: el proceso orgánico que progresivamente lleva a la oclusión de nuestras funciones vitales. ¿Nunca vieron a una persona de más de noventa años? ¿Nunca vieron los detalles guturales de su rostro aterrorizado por arrugas y verrugas? ¡Esa persona, en efecto, está muriendo en vida! Y llega una edad en la que morirse se acelera. Pero no importa. Estoicismo frente al morir y, entre tanto, a disfrutar del sufrimiento que es la existencia como el animal que somos a como dé lugar.


White trash travesti sudaca.

domingo, 28 de marzo de 2021

MORIR POR NATURALEZA

MORIR POR NATURALEZA es un proyecto de escritura autobiográfica donde estoy experimentando (con)fundir mi conciencia de carácter masculino y los aspectos femeninos reprimidos de mi personalidad con el objeto de alcanzar la síntesis de ambas mitades que me integran (la natural complementariedad de los pares opuestos, más allá que estos son presentados  bajo la lupa de la razón moderna y cristiana como irreconciliables polos en conflicto) en medio del transfondo material de mi lucha por la libertad en el contexto de un país devastado por la acción de una modalidad periférica y sudaca del capitalismo crepuscular de los siglos XX y XXI. 

 

"Dios nos mandó a vivir para morirnos por naturaleza".

(Homer el Mero Mero, Argentina).

"El viento no se oye a sí mismo pero nosotros le oímos, las bestias se comunican entre ellas pero nosotros hablamos a solas con nosotros mismos y nos comunicamos con los muertos y con los que todavía no nacen. La algarabía humana es el viento que se sabe viento, el lenguaje que se sabe lenguaje y por el cual el animal humano sabe que está vivo y, al saberlo, aprende a morir".

(Octavio Paz, El mono gramático).

"La muerte es natural y la tiñeron negra".

(T&K, Let's go).


(I)  

La forma en que Ambi le hablaba y el tono de su voz traducían calma, pero no dudaba que se trataba de una calma obtenida a fuerza de tragar cigarrillos. Él, en cambio no fumaba. Y, cuando lo conversaba con Galta, su Daimon, comprendía que fumar sería para él un gran alivio, una forma de bloquear la ansiedad que se manifestaba corporalmente a través de síntomas como mierda blandengue y uñas destrozadas. Ambi tenía la tranquilidad del fumador. Para él, que no fumaba, ese atributo era sensual y le dejaba un gusto amargo en la boca, que era regusto de compartir la bombilla del mate con alguien que a la vez está fumando. Porque sabía las razones precisas por las que con respecto al tabaquismo él, que no se las daba de puritano y que de ninguna porquería tóxica distribuida por los mercados clandestinos se privaba, era straight edge. Sabía que fumar puchos industriales contradecía la vocación más explícita con que su espíritu se manifestaba: cantar, silbar, tocar instrumentos de viento y ejercitar la técnica de la respiración consciente que se acompaña con movimientos del diafragma y en sesiones de meditación determina y estructura el constante esfuerzo que supone el control mental y en rituales ejercicios de antigua inspiración sagrada, el movimiento de los músculos y los huesos en la búsqueda de aquella cima inimaginada que es el potencial de la flexibilidad de un cuerpo humano. Fumar no era una opción para él. Galta le explicaba las razones por las cuales el pensamiento sobre la vida sana que él decía querer practicar, el pensamiento de su salud encontrada en las recomendaciones de la dieta y la disciplina corporal, como parte íntegra de la disciplina de la mente, conllevaba en sí mismo el principio de su disolución: la neurosis, el aislamiento cerebral que le impedía habitar el mundo primario de los sentidos abiertos y del jugo de los frutos de la naturaleza ofrecido en la incitación intensa de los placeres, de los vicios y de las tendencias más salvajes y propias de lo que la gente bien piensa como libertinaje. Cuando veía que Ambi fumaba, y que Ambi fumaba cojiendo, que se fumaba dos puchos seguidos cuando llegaba la hora de coger, se decía para sí: “sí, yo también podría buscarme las puras horas alegres todos los días y todas las semanas, con tal de no presentar en mí mismo el dolor de poseer un cuerpo averiado, y, en caso de disfrutar esa libertad de dejarme penetrar todas las noches de todas las semanas, sin sentir el dolor acuciante que me genera miedo de oponer una resistencia al acto mismo que deseo, ser esa persona que ya no se preocupar por el orden de las fechas y por las fórmulas que modelan la evolución de los fenómenos tal cual están descritas en los manuales y así convertirme en ese chongo que solo haya el goce en el goce verdadero – y no en este goce secundario y abstracto de calcular cronologías y explicar las diferencias que el paso del tiempo impone a las dinámicas que rigen a las luchas por la correlación de poder dentro de las sociedades – ser ese chongo, entonces, que desata para sí la posibilidad del goce verdadero, sí, que es del cuerpo que eyacula todos sus nervios de la misma manera en que fuma para no tener que lidiar con la sabiduría de que hasta el ritmo de su propia respiración le pertenece y que como es un proceso orgánico consciente lo puede controlar”. ¡Cuando Ambi fumaba él inhalaba el humo y sentía la distancia que intermedia entre el pensador y el ser pleno que vive la vida sin dilaciones ni intermediarios! Esa distancia era para él más que una tortura: era una navaja en el talón, era una podredumbre, era una luxación del sentir con respecto a la voluntad entre la excitación nerviosa y el duelo del alma melancólica. Por eso Galta, su espíritu guardián, le sugería veladamente que fumase y que se dejara de joder con aquel cáncer subrepticio que era el principio de disolución presente en su pensarse desde la vida sana, porque la vida no podía ser sana si constantemente se quejaba de no saber disfrutar, si decía, con la mirada estúpida del que no comprende, del que no se anima, del que no quiere escuchar la verdadera pulsión del ritmo de su presión sanguínea, la mirada inocente y destinada a la niñez prima facie de los rostros de aquellos que no fuman, si decía con la mirada fija en retener el control sobre asuntos insignificantes a los que atribuía grandísimo valor en su existencia, que él era muy sabio, “sabio, sabio tu serás, pero por más sabio que tú seas, ay, no tienes felicidad, y tú no tienes felicidad: ¡De sabio no tienes na’!”

 


¿Qué eran los signos, de dónde venían los signos, cuál era su origen y por qué gobernaban el mundo? Galta le sugería que se entregara pasivamente, que cediera el control, que su llamado a la razón que parcela y cuadricula el paso del tiempo lo estaba matando de forma intestina y celular. Que no podía ser tanta hipocresía con respecto a su propia vertiente interior: debía declarar ya su verdadero nombre, su verdadero bien, la representación de cuál sea que fuera su deseo. ¿Su deseo era fumar cigarrillos? Si, evidentemente, él ya fumaba: fumaba cuando otros fumaban a su lado, inhalaba ese aire, inhalaba ese humo. Era fumador pasivo, fumador no declarado. De igual forma a veces le daba unas pitadas a cigarrillos armados de tabaco; de igual forma, continua, repetidamente, y en una relación mucho más saludable que con cualquier otra cosa o persona en su existencia, fumaba porro. ¡Era fumador entonces! El problema era dar el paso hacia la adicción a la nicotina. Y no querer caer en esa adicción le permitía formular su proyección hacia una felicidad (pero la felicidad es sólo una ilusión) menos invasiva para las hendijas de sus pulmones. Sí: porque eso era igualmente cierto, si deseaba alegría de fumar cojiendo, deseaba, también, salud respiratoria. ¡Qué difícil era conciliar sus miedos con su pegoteada inclinación a la desmesura, que, por la vida misma de mierda que le tocó vivir en un siglo de mierda, vivía siempre bajo la cifra de la culpa! ¿Qué eran los signos y por qué lo gobernaban? ¿Cuál era la determinación de aquel universo cultural mediatizado por signos errabundos, por signos arbitrarios, por signos como soles, como ejes cartesianos, como fuentes de la representación, como abismos del sentido? ¡Todo era espantoso! ¡Todo era irreal! La pausa que necesitaba para tomarse en serio las cosas era la pausa entre su inclinación por fantasear con la muerte y el motor de vida y de placer que desde su entrepierna colgaba. Vamos por el mundo viendo como nos arrastra la sangre; y cuando la sangre deposita la presión arterial sobre la calentura del cuerpo catexisa, en el proceso, excitación de la carne con excitación por los signos. Ser penetrado: ¡ser penetrado era un signo! Era una realidad del cuerpo, sí, por supuesto, eso es lo obvio, lo evidente. Pero ¿le excitaba la realidad del cuerpo penetrado o le excitaba, más bien, la penetración porque comportaba ella el signo de un acto de sumisión, de entrega, de ofrecer en sacrificio una parte de su cuerpo para el disfrute de quien lo dominaba, lo agarraba de los pelos y le llenaba el cuello de baba y cuando le encontraba la boca abierta con la mirada angustiada de placeres inmundos completaba el pacto con un escupitajo? Por supuesto que el cuerpo repercutía alegremente cuando se lo acariciaba, cuando una mano ajena lo masturbaba y cuando la mucosa de unos labios recorría su pene. Pero cuando eran sus labios los que peteaban: ¿no eran igual de intenso el placer? Y el placer que sentía cuando era él el que entregaba un masaje de la boca a la ingle: ¿no era el placer de un acto a través del cual hacía sentir placer a su compañero? Las terminaciones nerviosas de los labios no eran como las terminaciones nerviosas del glande. Y sin embargo. Sin embargo el placer era más grande, era más potente, era un placer altruista y solidario. Ese placer era dominar a través del encanto de una chupada de pija. Y entonces un signo de sumisión, lo mismo que el signo de entregar la cola, en un inesperado retorcijón semántico, era un acto de dominación: porque domina quien entrega placer y es dominado quien se deja vencer por la corriente del goce. La eyaculación sentida como el mar en el que se diluyen todos los signos y en donde por un instante la pequeña muerte derrumba las resistencias de la cultura y lo lleva al hombre a experimentar (aunque sea una fracción del) infinito al que no puede retornar. El infinito se desvanece y entonces la pija queda postrada, el cuerpo busca reposo, se detiene la magia y el mundo vuelve a ser una red de signos espantados. ¿Por qué los signos gobernaban el mundo? Se lo preguntaba una y otra vez. Galta no tenía respuestas para ese interrogante tan superfluo y digno de la mente atrofiada del animal  humano. Galta no pensaba; sentía, por él, el doble de las cosas que sucedían en su mente y no calculaba, sino que intuía, en aquel conjunto de la cantidad de cosas que a él, por sus represiones, no le era dado conocer, la causa primordial de su grandísimo malestar. ¡Duro era vivir para esos humanos del siglo XXI, concluía Galta! (Pero concluir es acá no más que una forma verbal para expresar lo que no puede ser expresado: Galta estaba más allá de la lógica y de sus conclusiones, y por eso podía abordar estas sugerencias). Había conocido a muchachos como aquel a quien aconsejaba a diario, al humano de su predilección, el joven sensible y neurasténico desde cuyo punto de vista se narra este relato, había conocido humanos igual de sensibles y mucho más enfermizos que, incapaces de desarrollar un vínculo de profundidad con su espíritu guardián y con la interioridad y el canal secreto que discurre detrás de los hechos aparentes que determinan su existencia, no reconocían en sí mismos la integridad de sus contradicciones, la fusión de la bipolaridad moral a través de la que el sentir cristiano y el pensamiento racional sujetaban y degradaban al mundo. El mundo de los signos los avasallaba y los sumía en la desesperación. De los laberintos se sale flotando. Pero suicidarse no equivale a flotar.

(II)

Ir caminando, de noche, por calles de silencio. Ir y pensar mientras: que sea lo que sea, que se termine todo esta noche. Que pase. Que todo vuelva a su lugar, o que salga todo de donde nunca salió.

Él volvía. Volvía a su casa, de noche, pasadas las doce. Esa vez no volvía de bailar. La vez que se lastimó la rodilla el dolor había sido tan nítido, tan intenso, que se dijo: “está bien que, con tal de que esto se solucione, no vuelva a bailar por un buen rato”. “Con tal de no volver a sentir aquel dolor”. Galta no estaba con él aquella noche: quizás venía pensando demasiado.

Se había luxado la rótula de la pierna derecha. Pero esa vez no había vuelto a acomodarse, que es lo que le pasaba siempre que se le luxaba ese hueso. Se había golpeado la rodilla contra el cerámico. Había ido a la guardia del hospital después de desayunar polenta, con su amiga, Milena, que lo miraba con el desierto de dolor ajeno atragantado. Desde aquel instante (había pasado ya más de un mes) su cara había hablado en su nombre. Una mueca de tristeza trepanada. Pero ya había empezado a caminar de nuevo, aunque a bailar no se animara.

Era tarde, volvía del centro (acababa de descubrir que reunirse al aire libre a tomar cerveza con otras personas ya ni le interesaba en lo absoluto, y era una careteada en un contexto de millares de personas enfermándose de la peste) y sus pisadas resonaban en las calles de aquel barrio: un barrio ni tan de acá ni tan de allá, un barrio de personas tan copiosamente laburantes que no llegaban a ser algo por fuera de sus trabajitos de mierda de todos los días; gente que, como en todas las ciudades de la república argentina (esa informe fantasía fascista sudamericana para ejercer la represión en cuatro climas diferentes) se dedicaba a pasar sus años viéndose morir en el espejo sin importarles la inmundicia de sus vidas resecas como ropa machada de pintura o húmedas como galletitas de un paquete que se olvidaron cerrar (qué más da, ambas cosas son igual de inmundas). Iba caminando por ahí, una madrugada en marzo: el marzo de un año pesado, un año repleto de suplicios para su cuerpo. La suela de su zapatilla se había roto y ahora cada vez que pisaba era como si se le clavara un alfiler en la planta del pie. Su rodilla percutía angustiada como una extraña gelatina con caries. Su talón estaba sangrando porque se lo raspaba con la zapatilla, y también cada pisada implicaba un ardor (pero ¿cómo iba a molestarlo ese pequeño ardor después de haber cenado ron y coca?) Durante esa caminata, larga porque era ya la madrugada y se volvía caminando del centro a su casa porque ya no pasaban micros, recordó algunos temas que había leído días atrás en una publicación de Mahāsī Sayādaw.

(Chris Barbalis)

Había leído que para los budistas tener un cuerpo es equivalente a tener una colección de dolores. A esto lo denominan dukkha, o sufrimiento. Es uno de los tres rasgos – junto a la impermanencia, o annica, y a la noción de la insustancialidad o inexistencia del alma individual, es decir, anatman – que definen la existencia de cualquier ser vivo. A través de la meditación sería posible alcanzar un grado de percepción de estas características. Con tan solo sentarse, tomar conciencia del movimiento rítmico de la respiración abdominal – arriba, abajo – y detectar cada vez que la mente se extravía en un jardín de recuerdos vívidos, o se desplaza a la calle o al rincón más preñado de historia en la infancia, o entabla conversación animada con un interlocutor imaginario; cada vez que la mete conduce de un extremo al otro, la respiración debe ser puesta de nuevo en el foco y, tomando conciencia, nada más que del “arriba, abajo”, observar como el cuerpo ofrece un propio movimiento, el cual no controlamos. Como los budistas observan que la mente estuvo acá, después allá y terminó por recrear conversaciones y escenas y que esos movimientos de la mente duraron un instante, quizás cinco o diez minutos, quizás media hora, pero sea como sea concluyeron dando lugar a otra cosa, a esto lo denominan impermanencia; en el flujo de la existencia nada permanece igual por más de un segundo – recordemos que para Borges, cuando Ireneo Funes identifica con su memoria absoluta al perro de las 14:14 mirado de perfil y al perro de las 11:15 mirado de de frente, sentía la urgencia de ponerles nombres diferentes, pues reconocía que constituían fenómenos totalmente aislados o, cuanto mucho, diferenciables. La calle que él pisaba aquella noche pronto daba lugar  a una calle diferente; de las plantas que veía en la vereda pasaba a ver diferentes plantas en veredas diferentes; este principio – la mutación ejercida forzadamente por la forma en que nuestra impresión del tiempo transforma de múltiples maneras a la realidad – no es más que una constatación de su condición ilusoria: vivimos un sueño social y colectivo del que la cultura hipermoderna de nuestros días, pensaba él, con sus zapatillitas nike y sus conjuntos de ropa deportiva, no es sino su manifestación más degradada y ridícula. Era través de la realización y la experimentación de annica que los budistas llegaban a la realización y a la experimentación de dukkha. Nada permanece igual de un segundo al otro. La existencia muda de piel y, con el paso de los años se transforma dejándonos varados de sentimientos y rutas sin explorar y amarguras de todo tipo. El cuerpo envejece, los dientes se debilitan, el rostro joven (¿qué rostro joven no es un rostro bello, más allá de cualquier objeción capacitista o estetizante que puedan oponer a esto?) da lugar al rostro anciano con patas de gallo y labios agrietados. La visión se torna miope, se desvanece la posibilidad de moverse siquiera sin sentir dolor articular. Que las cosas no permanezcan siempre iguales, diría Sayādaw, no está bueno. No nos alegra constatar este hecho, sino todo lo contrario: él es la causa de innumerables sufrimientos. Y por eso el budista sabe – cosa que él supo también aquella noche en que volvía a su casa después de trabajar todo el día y con el dolor de la rodilla, el de la planta del pie y el del talón conjuntamente clavados –  que tener un cuerpo es estar expuesto a la condición perecedera que se halla en el origen de dukkha, sufrimiento. Una colección, una constelación de dolores.

“Pero no soy yo el que sufre”, pensaba, “sino este cuerpo y esta mente con los que, por alguna razón, el dominio de los signos sobre el mundo, mi capacidad de lenguaje y abstracción, me identifico”. Anatman: no existe el ego individual, “yo” no existe. Pero creemos que es así porque nos identificamos con el dolor que padecen el cuerpo y la mente. Separarse de esa identificación es ver el mundo con los ojos de Brahman, la fuerza cósmica que representa la totalidad de lo que existe, es decir, un gran vacío, una nada eterna, un bache de la percepción que se experimenta cuando comprendemos que no controlamos los procesos autónomos de una mente y de un cuerpo y miramos sin juzgar y simplemente sintiendo, sin nada más que estar atentos al “arriba, abajo” del abdomen, la plantilla inerte que es la realidad a nuestro alrededor, la unidad de todas las cosas, como el revés de la media o de la red del mundo compartimentado y bombardeado por los signos.

La caminata, el dolor, la noche en un barrio y el pensamiento que se instala para evitar pensar en las calles plenas del silencio. La luna llena, llenísima. Un perro que lo miró y le ladró.

“Ningún chorro tuvo nunca el coraje como para matarme”, pensó de repente y en algún momento: “ninguno tuvo los huevos para apretar el gatillo”. ¿O él no les había dado razón suficiente para hacerlo? Porque suicidarse era imposible. No podía terminar la vida de esa manera, su vida daba para muchísimo más y el suicidio era una intentona torpe si realmente quería escapar del laberinto (Galta se lo recordaba día por medio). Suicidarse era imposible pero ya ni quería vivir. Soñaba con encontrarse, de noche, en cualquier lado, con su asesino.